24.12.08

La canción del pastorcillo


La canción del pastorcillo
Max Bolliger/Stepan Zaviel
SM 1984


Un regalo de navidad para todos los amigos de La rana encantada.

Era una vez un viejo pastor que amaba la noche y conocía el movimiento de los astros.
Apoyado en su garrote, con la mirada fija en las estrellas, estaba el pastor en el campo.

"Él vendrá", dijo.
"¿Cuándo vendrá?". le preguntó su nieto.
"Pronto"

Los otros pastores se reían.

"Pronto", se burlaban. "Llevas años diciendo eso".

El anciano no se preocupaba de sus burlas.
Sólo la duda, que se iba encendiendo en los ojso del nieto, le entristecía.
¿Quién podría, cunado él muriera, transmitir la sabiduría de lso profetas?
¡Ojalá Él llegara pronto!
Su corazón estaba lleno de esperanza.

"¿Llevará una corona de oro?", le preguntó el nieto interrumpiendo sus pensamientos.
"¡Sí!"
"¿Y una espada de plata?"
"¡Sí!"
"¿Y un manto de púrpura?"
"¡Sí! ¡Sí!"
El nieto quedó contento.

El muchacho estaba sentado en una piedra tocando su flauta.
El anciano escuchaba.
El sonido de la flauta era cada vez más puro, más hermoso.
Ensayaba mañana y noche, día tras día.
Quería estar preparado para cuando llegase el rey.
Nadie tocaba como él.

"¿Tocarías también para un rey sin corona, sin espada, sin manto de púrpura?", le preguntó el anciano.
"¡No!", dijo el nieto.

¿Cómo le iba a poder agradecer su canción un rey sin corona, sin espada, sin manto de púrpura?
¡Con oro y plaata!, quería él.
Le haría rico, los demás se asombrarían y le envidiarían.

El viejo pastor estaba triste.
Ay, ¿por qué le prometería a su nieto algo en lo que él mismo no creía?
Pero ¿cómo sería su venida?
¿Sobre las nubes del cielo? ¿Desde toda la eternidad? ¿Como un niño? ¿Pobre o rico?
Seguro que sin corona, sin espada, sin manto de púrpura y, a pesar de eso, más poderoso que todos los demás reyes.
¿Cómo podría hacérselo comprender al nieto?

Una noche aparecieron en el cielo las señales por las que el abuelo había estado en vigilante espera.
Las estrellas brillaban más que nunca.
Sobre la ciudad de Belén brillaba una enorme estrella.
Y entonces aparecieron los ángeles y dijeron:

"No temáis. Hoy os ha nacido el Salvador".

El muchacho salió corriendo hacia la luz.
Sobre su pecho, debajo de la pelliza, palpaba la flauta.
Corría veloz, con todas sus fuerzas.

Llegó el primero y miró fijamente al niño.
Estaba envuelto en pañales en un pesebre.
Un hombre y una mujer le contemplaban con alegría.
Los otros pastores, que ya le habían alcanzado, cayeron de rodillas ante el niño.
El abuelo le adoraba.
¿Sería, por fin, éste el rey que su abuelo le había prometido?

No, esto tenía que ser un error.
Nunca tocaría aquí su canción.
Se dio la vuelta, desconcertado, testarudo.
Se hundió en la noche. No vio ni el cielo abierto ni los ángeles que volaban sobre el portal.

Pero entonces oyó llorar al niño.
No quería oírlo, se tapó los oídos y siguió corriendo, corriendo.
Sin embargo, el llanto le perseguía, le llegó al corazón y le atrajo otra vez hacia el pesebre.

Ahí estaba él por segunda vez.
Vio cómo María y José, y también los pastores, asustados, intentaban consolar al niño que lloraba.
En vano.
¿Qué le podía calmar?
Entonces no pudo más. Saco la flauta de la pelliza y toco su canción.

El niño se calló. Su última lágrima rodó y se quedó quieta.
Miró al muchacho y le sonrío.
Entonces el pastorcito se alegró, y comprendió que una sonrisa le hacía más rico que el oro y la plata.